Desde que tengo uso de razón, si es que alguna vez la he tenido, siempre he sentido la Navidad como unas fiestas felices que significan, sobre todo, la reunión de mi gran familia. Un momento muy especial en el que tenemos la oportunidad de juntarnos para, bebiendo y riendo, agradecer que todos estemos bien y recordar a quien ya no está con nosotros. Y son estos, permitidme que os diga, unos momentos únicos y mágicos.

Sin embargo, soy consciente de que estas fechas suponen un duro trance para muchas personas cuyas circunstancias no han sido quizás tan favorables. Personas para quienes estas fiestas suponen una verdadera tortura pues le recuerdan constantemente aquello que más añoran. Una perspectiva esta un tanto complicada de manejar, pues condena a aquellos que la padecen a echar de menos lo que nunca tuvieron o una vez perdieron, en vez de disfrutar de aquello que realmente tienen. Aparentemente, un grave error que invita a un torrente de males a colarse directamente por la ventana de nuestra casa. Unos invitados nada gratos que transforman lo bello de la vida en una pesadilla de miedos y sombras.

Porque a lo largo de nuestras vidas, todos vivimos situaciones que nos hacen reir o llorar. Es algo inherente a la propia vida que unos dí­as amanece para sonreirnos y otros para reirse a nuestra costa. La vida es sencillamente así­ y, definitivamente, no va a cambiar. Por ello, hemos de ser nosotros quienes aprendamos a encajar sus envites y afrontarlos desde la perspectiva correcta. De tal manera que, aunque las circunstancias de la vida no nos sean favorables, seamos capaces de vivir con ilusión. Llorando cuando toque, claro está, pero sin perder la capacidad de disfrutar cada momento.

Y es que, en realidad, la felicidad no tiene que ver con nuestras circunstancias personales, sino con nuestra capacidad para afrontar tales circunstancias de manera que no sólo no nos debiliten, sino que además nos fortalezcan. Una capacidad que nos ayude a mantener la felicidad cercana al presente y a ahuyentar las penas hacia el olvido. Una capacidad que nos invite a abrazar la ilusión y a llenarnos de valor frente al miedo. Una capacidad que nos anime a perdonar nuestros errores y a vernos con la misma generosidad con la que vemos lo ajeno. Una capacidad, en definitiva, que nos impulse a confiar en la vida aún en los peores momentos.

En eso consiste el oficio de vivir, y en su arte está la felicidad. Un arte que se aprende y se cultiva dí­a a dí­a, instante a instante. A menudo a base de lágrimas, es cierto, pero también a base de sonrisas que son tan reales como las heridas más dolorosas. Ya decí­a Séneca que ‘antes se nos acabarán las lágrimas que las razones para derramarlas’. Así­ que bien harás en sonreir a la tristeza, porque la belleza de nuestras vidas se esconde también detrás de nuestras lágrimas.

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Para una persona a la que quiero mucho y que está pasando un momento muy difí­cil. Ánimo, confianza y, sobre todo, no tengas miedo. Todo va a salir bien.

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Hay 1 comentario

  1. michel
    miércoles, 26 de noviembre de 2008 a las 03:18

    muy bien, muy bueno